“Quiero darles todo lo que yo no tuve.” ¿Quién no ha escuchado o, incluso, pronunciado esa frase a la hora de expresar sus deseos respecto de los propios hijos?
Se les desea lo mejor, lo más feliz, no hay dudas de eso. Y una idea de “felicidad” es aquella que se tenía en la propia infancia, cuando se deseaban cosas que no siempre se podían tener por muy diversas razones, sobre todo si había restricciones económicas o afectivas: muchos juguetes, ser complacidos y mimados, poder comprar cosas, comer todo lo que uno quisiera sin restricciones…
Pero no siempre lo mejor para los propios hijos es eso que compensaría aquellas carencias de la infancia que duelen al ser evocadas. Lo que no fue vivido en su momento no será resarcido por el hecho de que los propios hijos hoy sí lo puedan vivir.
Dos ejemplos

Vemos, por ejemplo, padres que vienen de hogares económicamente humildes y hoy, en una buena posición, abruman con regalos a sus hijos, llenándolos de cosas que forman parte de aquellos sueños frustrados de infancia. Esos hijos pierden el valor de las cosas, se llenan de objetos que no pueden ni disfrutar y pasan a ser consumidores insaciables, en vez de hijos felices.
Otro ejemplo es el de los padres que, como no tenían diálogo con sus progenitores, deciden ser “amigos” de los hijos, apabullarlos con una cercanía que no deja espacios, con la idea de que el “igualismo” es lo que sirve. El resultado es una gran confusión de roles, que lleva a conflictos y angustias al por mayor.
No significa que lo vivido en el pasado deje de ser referencia esencial en la relación con los hijos, pero lo que “hubiera necesitado” allá y entonces quien hoy es padre no debería ser la única referencia para educar a los hijos.

Valores, afecto, convicción, generosidad, autenticidad, actitud, orden, ganas..
Alguien dijo alguna vez que hay muchos padres preocupados porque sus hijos tengan todo lo que ellos no tuvieron, pero que esos mismos padres olvidan ofrecer lo que sí recibieron en la infancia, y que hoy ellos, sus hijos, necesitan… y mucho.
Valores, afecto, convicción, generosidad, autenticidad, actitud, orden, ganas… Son de esas cosas que a veces se han recibido como herencia, pero que, al cotejarlas con un ideal de prosperidad y abundancia material, se dejan de lado y se “ningunean”, olvidando transmitirlas como recurso a las nuevas generaciones.
En muchos casos, las restricciones vividas en el pasado fueron estímulo de acciones que hoy han tenido frutos positivos. Sin aquellas, hoy no existirían algunas buenas cosas, como ocurre con la tenacidad que muchos estudiantes tienen cuando saben que estudiar es su manera de salir de la pobreza, mientras que esa actitud es inexistente cuando se estudia porque así lo determina un mandato al que no se le encuentra sentido.
No es que se diga que hay que mantener la pobreza como fuente del entusiasmo, pero sí reconocer que las buenas cosas no siempre pasan solamente por tener algo determinado (la satisfacción de todos los deseos, por ejemplo), sino por ese “algo” que se le pone al destino para generar sentido y fuerza en la vida.
Ese “algo” puede educarse, pero no cuando se está demasiado ocupado en “reparar” la propia infancia ya pasada en vez de percibir la real situación del hijo.
Los chicos requieren ayuda para lograr sortear los obstáculos y acceder a lo que deseen de verdad, usando crecientemente sus recursos. Pero ayudarlos no es darles todo, y menos darles de manera automática y sin reflexión “aquello que no tuvimos” antaño.
El hijo es una persona nueva, y reconocer esa realidad es, sin dudas, la mejor manera de reparar las viejas heridas sin quedar presos del pasado.
Miguel Espeche
Psicólogo y psicoterapeuta